Será la tristeza una lluvia silenciosa
sobre cuerpos arrojados de la carretera que ya no pueden dormir.
Crujen los helechos agostados a sus pasos inertes mientras las
cigarras cantan, bajo las hojas amigas, monótonas melodías,
repiques de campanas del campo; Se ha roto la infinita profundidad
del silencio y el arrojado está confuso: no está solo, no, pero
sigue vivo todavía, la ilusión de descanso eterno ha desaparecido y
las gotas de agua recorren su piel, se agrupan, se condensan, cada
vez más pesadas, cada vez más pesadas. Cruel alquimia la del
corazón que decidió transformar el agua en plomo porque pensó que
jamás volvería a bailar alrededor de una hoguera: ahora sus pies
pesan tanto que no podría bailar aunque se la encontrase. Las
cigarras repiten su monotonía sin objeto, su canción profana a nada
dirigido, por nada motivado y para ellas eso está bien – sus notas
son escurridizas; no conocen las puertas y por eso siempre son
bienvenidas en todos los seres, a los que hace más livianos. Tardan
las canciones en nacer -nada bello nació sin crisálida- y en
arrojar luz sobre las heridas pasadas. Sin embargo el arrojado ya no
oye nada, ya no ve nada; una aguja atraviesa sus venas como cisne que
se adentra en la corriente; ha derretido el Tiempo en una cuchara; el
sopor tan deseado viene de la mano de su hermano mayor. Sobre su
cadáver lloran las luciérnagas.
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